Queridos hermanos y hermanas:
Hoy volvemos sobre la afirmación: «Creo en la
resurrección de la carne». Esto no
es fácil de entender estando inmersos en este mundo, pero el Evangelio
nos lo
aclara: el que Jesús haya resucitado es la prueba de que la resurrección
de los
muertos existe. Ya la fe en Dios, creador y liberador de todo el hombre –
alma y cuerpo–, abre el camino a la esperanza de la resurrección de la
carne. Esta esperanza se cumple en la persona de Jesús, que es «la
resurrección y la vida» (Jn 11,25); que nos ha tomado con él en su vuelta
al Padre en el Reino glorioso. La omnipotencia y la fidelidad de Dios no se
detienen a las puertas de la muerte. Cristo está siempre con nosotros, viene
cada día y vendrá al final. Entonces él resucitará también nuestro cuerpo en la
gloria, no lo devolverá al mundo terrenal. Viviendo de esta fe, seremos menos
prisioneros de lo efímero, de lo pasajero. Esta transfiguración de nuestro
cuerpo se prepara ya en esta vida por el encuentro con Cristo Resucitado,
especialmente en la Eucaristía, en la que nos alimentamos de su Cuerpo y de su
Sangre. En cierto modo, ya ahora resucitamos, participamos por el Bautismo de
una vida nueva, del misterio de Cristo muerto y resucitado. Tenemos una semilla
de resurrección, un destello de eternidad, que hace siempre toda vida humana
digna de respeto y de amor.